(…) [Una] apreciable familia habitaba el quinto piso de una casa de la calle Alta (acera del sur), que tenía siete a la vista, y cuya línea de fachada se extendía muy poco más que el ancho de sus balcones de madera. Digo que tenía siete pisos a la vista, porque entre bodega, cabretes, subdivisiones de pisos y buhardillas, llegaba a catorce las habitaciones de que se componía, o, si se quiere de otro modo más exacto, catorce eran las familias que se albergaban allí, cada una en su agujero correspondiente, con sus artes de pescar, sus ropas de agua, sus cubos llenos de agalla con arena para macizo, sus astrosos vestidos de diario y toda la pringue y todos los hedores que estas cosas y personas llevan consigo necesariamente. Cierto que los inquilinos que tenían balcón le aprovechaban para destripar en él la sardina, colgar trapajos, redes, medio-mundos y sereñas, y que tenían la curiosidad de arrojar a la calle, o sobre el primero que pasara por ella, las piltrafas inservibles, como si el goteo de las redes y de los vestidos húmedos no fuera bastante lluvia de inmundicia para hacer temible aquel tránsito a los terrestres que por su desventura necesitaban utilizarle; y en cuanto a los cubiles que no tenían estos desahogaderos, allá se las componían tan guapamente sus habitadores, engendrados, nacidos y criados en aquel ambiente corrompido, cuya peste les engordaba. De todas maneas, ¿cómo remediarlo? No vivían mejor los inquilinos de las casas contiguas y siguientes, ni los de la otra acera, ni todo el Cabildo de Arriba… Lo propio que el de Abajo en las calles de la Mar, del Arrabal y del Medio. (…) Sotileza, p. 23.
(…) Lo que entonces se llamaba Paredón de la calle Alta, existe todavía con el mismo nombre, entre la primera casa de la acera del sur de esta calle y la última de la misma acera de Rúa-Mayor. Solamente faltan el pretil que amparaba la plazoleta por el lado del precipicio y la ancha escalera de piedra que descendía por la izquierda hasta bajamar, atracadero de las embarcaciones de aquellos mareantes, hoy parte de un populoso barrio, con la estación del ferrocarril en el centro. Allí, en el Paredón, celebraba sus cabildos el de Arriba, al aire libre, si el tiempo lo permitía, y, si no, en la taberna del tío Sevilla, que era, como su holgadero, su lonja, su banco, su fonda, fonda, su tribuna y, más tarde o más temprano, el pozo de sus economías.
Ya se sabe, porque lo dijo tío Mechelín en su casa, que al día siguiente habría Cabildo, «motivao a socorros y otros particulares». Y le hubo, en efecto, concurridísimo. No faltaba un mareante con voz y voto, al sonar en el reloj del Hospital las nueve y media de la mañana. El Sobano, alcalde de mar, o, si se prefiere, presidente del Cabildo, dio el ejemplo, acudiendo de los primeros. Era hombre de pocas palabras y mucha sentencia; y como había sido dos veces regidor del Ayuntamiento de la ciudad, en representación de ambos gremios de mareantes, aunque iba a la mar como cualquiera de ellos, y no los aventajaba mucho en rentas ni en calzones, había adquirido ese desparpajo o aire de suficiencia que da, entre ignorantes y pelones como él, el roce frecuente con personas de viso y de pesetas; y más si estas personas están constituidas en autoridad; y mucho más todavía si, como le ocurría al Sobano, había sido tan autoridad como cada una de ellas y participado de sus honores y magnificencias. (…) Sotileza, p. 48.
(…) Silda se encogió de hombros, preguntó a Andrés si iría a la calle Alta cuando las fiestas de San Pedro. Andrés respondió que puede que sí, y tía Sidora le ponderó mucho lo que había que ver entonces y lo bien que se veía desde la puerta de su casa. Habría hogueras y peleles, y mucho bailoteo; tres días seguidos, con sus noches, así; y en el del Santo, novillo de cuerda. Sartas de banderas y gallardetes de balcón a balcón. Las gentes del barrio, sin acostarse en sus casas, comiendo en la taberna o a la intemperie, y triscando al son del tamboril. La calle, atestada de mesas con licores y buñuelos. La iglesia de Consolación, abierta de día y de noche; el altar de San Pedro, iluminado, y la gente entrando y saliendo a todas horas. Pero tan bien enterado estaba Andrés de lo que eran aquellas fiestas, como la tía Sidora, porque no había perdido una desde que andaba solo por la calle. (…) Sotileza, p. 75.
(…) En la misma calle Alta se habían sustituido más de tres de sus edificios vetustos con otros tantos flamantes de balcones de hierro y paredes blancas; y allí se estaban, opresos y reventando, y haciendo tan triste papel como los dientes de porcelana en una dentadura podrida. (…) Sotilza, p. 104.
(…) Volviendo a tío Mocejón, añado que era dueño y patrón de una barquía, por lo cual cobraba de la misma dos soldadas y media: una y media por amo y una por patrón; o, lo que es lo mismo (para los lectores poco avezados en esta jerga), de todo lo que se pescara, hecho tantas partes como fueran los compañeros de la barquía, se tiraba él dos y media. Procedía de abolengo esta riqueza (mermada en la mitad en manos de Mocejón, puesto que lo heredado por éste fue una lancha); y nadie sabe la importancia que esta propiedad le daba entre todo el Cabildo, en el cual era rarísimo el marinero que tenía una parte pequeña en la embarcación en que andaba; ni lo que influyó en la Sargüeta y en su hija Carpia para que llegaran a ser las más desvergonzadas y temibles reñidoras del Cabildo. (…) Sotileza, p. 23.
En Sotileza, la novela escrita por José María de Pereda ambientada en el Santander de principios del siglo XIX, la mayoría de sus escenas transcurren en el Cabildo de Arriba. La historia nos acerca a las costumbres y ambiente marinero, y nos dibuja el paisaje y paisanaje callealtero de entonces. Hoy, lamentablemente, el Cabildo de Arriba agoniza. Tras los continuos derribos de viviendas, el abandono de edificios, solo nos va quedando el recuerdo de lo que fue.
Este barrio forma parte del conjunto histórico de la capital cántabra. En él se conservan algunos de los edificios más antiguos e interesantes de la ciudad, como el convento de Santa Cruz y Tabacalera de Santander (del que recientemente se han demolido las naves de la fábrica de tabacos), el antiguo hospital de San Rafael o la iglesia de la Consolación. De gran interés son también los pocos edificios de viviendas que se conservan del Santander marinero del siglo XIX, y todos aquellos que han sido derribados.
El Cabildo de Arriba urge ser intervenido. A pesar de las pequeñas actuaciones que a lo largo de los últimos años se han ido sucendiendo, tal y como podéis ver en las imágenes el estado de abandono en el que se encuentra el conjunto histórico es alarmante. Esperamos con impaciencia que se rehabilite el barrio y reivindicamos que el Ayuntamiento de Santander apueste por la conservación de sus edificios históricos… ¡Más rehabilitación y menos demolición!
*Extractos de Sotileza. Pincha aquí para leer la novela.
[…] elementos históricos de la ciudad, especialmente aquellos que corren más peligro como el barrio El Cabildo de Arriba o las boleras que poco a poco han ido […]
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